CRISTO ETERNO EN LOS SIGLOS
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Radio Mensaje del 8 denero de 1950
“Amigos, yo no os dejaré solos; volveré a vosotros.” (San Juan, 14, 17.)
Amigos:
“Denme un enamorado y podré decirle quién es Dios”. Esta es una expresión antigua y famosa de San Agustín. Quien ama suspira por estar con la persona amada. En el matrimonio, el ideal de los esposos es el de fundirse, ser dos en una sola carne; en la religión, el ideal es el identificarse con Cristo, ser una sola cosa con Él. Nadie puede amarlo sin sentirse acuciado por el apasionado deseo de unirse a Él con el pensamiento, con el deseo, con el cuerpo y con el alma.
Se impone, pues, un problema y una pregunta: “¿Cómo podemos unirnos a Cristo?”
Su vida terrena terminó hace más de 1900 años. Alguien se cree que puedo atravesar el escenario de la historia como César o Aristóteles, para desaparecer luego envuelto por el tiempo. Para identificarse con su pensamiento, para hacerlo revivir en esta época moderna, sugieren los tales leer fragmentos de su vida, reunirse para cantar himnos en su honor o escuchar a quien nos hable de Él y su vida.
Poco a poco, Cristo ose convierte para esta clase de admiradores suyos, en un moralista profundo, en un reformador parecido a Buda o Sócrates que han trazado con sus espléndidos ejemplos una senda luminosa en el curso de la historia. ¡Es un buen hombre ilustre!
Estos criterios no pueden dejar de ser estrechos. ¡Jesucristo no puede convertirse en un hombre ilustre solamente! Si no es lo que proclamó, lo que probaron sus milagros y anunciaron los profetas, esto es, el Hijo de Dios, entonces resulta un vulgar impostor, un bribón, un charlatán. ¡Si no fuese el Cristo, el Hijo de Dios vivo, sería el Anti-Cristo!
Hay que empezar por entender a Jesús; sacar su figura del fondo de los siglos, del misterio de Su persona.
Piensen en ustedes mismos, en las maravillas de que están hechos. Hay en ustedes una parte que se toca y que se ve, su cuerpo que es de carne; hay otra parte invisible, su mente y su alma con sus pensamientos, con su necesidad de amar, con sus deseos. Su alma está en cierto modo, encarnada en un cuerpo; su cuerpo está ciertamente, animado y unificado por su alma.
Ahora, pensemos en Jesucristo. Es la verdadera Encarnación, pero no de un alma en el cuerpo, sino de Dios en la naturaleza humana. Hay algo visible en Él: su perfecta naturaleza humana que maneja los útiles del oficio, acaricia la cabeza de los niños, que tiene sed y piensa y sueña como el resto de los hombres. Pero hay en Él también algo invisible: su Divinidad. También se manifiesta ésta, como nuestra ala, a través de las operaciones del cuerpo en que vive. La misma unidad que armoniza en un hombre al cuerpo y al alma, liga de una manera todavía más perfecta la naturaleza humana con la divina de Jesús, formando una sola persona, la del Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero Hombre.
Ahora ya estamos en disposición de volver a leer los Evangelios. San Juan, en su último capítulo, declara que si él hubiese debido escribir todo lo que Jesús había realizado, “el mundo no habría sido suficiente para contener todos los volúmenes que se escribieran”.
Las diversas actividades de Jesús pueden agruparse en tres capítulos: como Maestro, enseñó; como Rey, gobernó; como Sacerdote, santificó a las almas.
Jesucristo enseñó. Era la Verdad, pues que era Dios: “¡Yo soy la Verdad!” Por primera vez en la historia se identificaba la Verdad con una persona. Antes y después de Él, deben decir los hombres: “Esta es mi doctrina, mi método, mi sistema; sigan estas normas.” Saben que estas cosas son distintas de su persona, son abstracciones y están lejos de la realidad. Nadie se enamora de una teoría geométrica, de una tesis metafísica. La verdad, para ser amada, debe convertirse en una persona. Jesús lo sabía. Pero nadie se había atrevido a llenar este requisito ni había podido establecer semejante identidad. Buda y los demás sabios habían dictados sistemas religiosos. Jesús lo reúne todo en Su Persona. Él es la Verdad. No habrá verdad fuera de Él. Esta es la base del Evangelio, del Cristianismo y no las bienaventuranzas.
Ninguna verdad puede ser enseñada fuera de Él, que de manera directa o indirecta no se refiera a Él, centro en el que se unen los caminos dispersos, punto del que parten todos los caminos.
Otros han dictado códices; Él ha querido ser un romántico, como el amor. Toda verdad filosófica, científica, artística y jurídica está en Él. Es la Sabiduría, el Arte, la Ciencia. Es nuestra universidad, porque todo saber se entronca con Él, Verdad que puede enamorarnos.
¿Pueden imaginar que esta Verdad Divina viniera a este mundo tan sólo para pronunciar unas cuantas palabras desvanecidas en el aire de Galilea? Es absurdo creer que Jesucristo, que solamente escribió una vez en su vida, y en la arena; Él, que nunca encargó a nadie que escribiese, haya querido encerrar la Verdad exclusivamente en unas pocas máximas recogidas por sus seguidores veinte años después de su muerte y redactadas en forma oficial tres siglos después. Admitiendo, asimismo, que estos libros que leo cada día, y en los que creo sean inspirados y revelados, me parece imposible creer que sean la única vía para comunicársenos la Verdad, considerando sobre todo que ni siquiera fueron escritos antes de que el Cuerpo Místico estuviese difundido por todo el mundo romano. Si no adoptó precauciones para propagar la Verdad por la que murió, hay que decir que no la amaba. Y si no hubiese podido hacer llegar esta Verdad hasta nosotros, no sería Dios. Nuestra dificultad y nuestro punto de discusión consisten ahora en descubrir esta Verdad Infalible. Vuelve, o Jesús, no con una verdad muerta, sino con la vida, la palpitante Verdad de Dios, capaz de llevar al mundo desde las tinieblas a la luz. Ven con esta Verdad, aunque tengas que utilizar Tu Naturaleza Humana para comunicárnosla.
Él es Rey, fuente, por tanto, de toda autoridad. Como Hijo de Dios pudo afirmar: “Me ha sido dada toda autoridad en el cielo y en la tierra” (San Mateo, 28, 18.) Los vientos y los mares le obedecen y cuando Pilato, con el lenguaje de los dictadores, se vanagloria de poder condenarlo, Jesús le recuerda: “No tendrías poder alguno sobre mí, si no te hubiese sido dado desde lo alto”. (Juan, 16, 7).
Es en efecto, otro hecho increíble que el poder de cambiar el corazón de los pueblos desapareciera con su muerte. ¿No vivimos en un mundo en el que falsos poderes piden nuestro apoyo y la opinión pública nos embriaga y en el que los poderes del Estado invaden nuestros derechos privados?
Tenemos pues, necesidad de alguien que recuerde a estos Poncios que hay allá arriba otro Poder. Tenemos muchos jefes que nos dicen lo que está bien cuando todo va bien; necesitamos un Cristo vivo que nos diga la Verdad cuando las cosas van mal y el mundo se equivoca. Ven, oh Cristo, con tu Divina Autoridad; haznos libres, aunque para ello tengas que utilizar estas nuestras naturalezas humanas como ya usaste la Tuya.
Y Jesús es nuestro Salvador, el Sacerdote que nos santifica. Cuando estaba por aquí abajo, no sólo puso en movimiento los miembros paralizados de los enfermos y los cadáveres de los muertos; no sólo abrió los ojos de los ciegos a la luz del sol de Dios; purificó también los corazones y santificó las almas. Personificó en Sí mismo la Santidad: “Yo soy la Vida.” Con esta palabra no significaba solamente la vida física, sino también la espiritual, la divina del alma. Vino para ser el puente entre Dios y la humanidad. El hombre está manchado por la culpa; Dios es Santo y no hay ningún punto común entre ambos. Solamente Jesucristo podía ser mediador entre el cielo y la tierra, siendo Dios y hombre. Esta es la significación de Cristo Sacerdote: unión entre Dios y los hombres, venido para llevar a Dios a los hombres y a éstos a Dios.
¡Qué absurdo es creer que Dios venido a esta tierra para destruir el pecado y santificar nuestras almas elevándolas hasta lo alto, nos haya dejado unos pocos recuerdos literarios solamente y unos cuantos himnos para hacernos alcanzar la Vida Divina! ¿No podrán acaso, las Magdalenas de nuestras modernas calles, obtener el perdón que fue concedido a la mujer que entró en la casa de Simón? Y todos los desilusionados, los cansados, los esclavos del vino y de los licores, los inciertos, reducidos a semejante estado por sus pecados, ¿no iban a poder ser perdonados porque Cristo se olvidara de extender su Divino poder de perdón? ¿Dejarán todas estas mentes fatigadas y oprimidas por su propio pasado, sufrir la agonía de pensar que Jesucristo pasó y ya no existe?
Algunos, por este mismo motivo, creen que Jesús debería haberse quedado para siempre aquí abajo. Pero nos dijo: “Es conveniente para vosotros que yo me vaya; el que será vuestro Consolador no vendrá a vosotros si yo no me fuere” (Juan, 16, 7.)
Esto significaba que si se hubiese quedado entre nosotros, no hubiéramos podido estarle más próximos de lo que se está de otro a quien se estrecha la mano, a quien se habla o a quien se abraza; es decir, muy lejos aun de la intimidad que Dios quiere tener con el alma y que el alma suspira por tener con Dios. Subiéndose, en cambio, al Cielo y enviándonos el Espíritu Santo, no sería un simple modelo que imitar, sino una vida capaz de ser vivida. Y su mentalidad se convertirá en la nuestra; Su vida sería nuestra vida.
Esto es cierto. Quien ha sido elegido para vivir novecientos años después que Él no puede ser castigado por esta desgracia de tiempo y de espacio. Puede suceder que nosotros tengamos mayor necesidad de Jesucristo que sus contemporáneos. Podría tal vez dudar de Su Divinidad si no hubiese podido superar las barreras del tiempo y del espacio y hacer también accesibles los dones entregados a Galilea y a Judea a nuestras modernas ciudades, Londres, a Nueva York, a Moscú; a los pastores de nuestras montañas y de Texas como a los de Belén; a los pescadores de nuestro litoral, como a los de Cafarnaún.
Si Cristo fuese tan sólo el recuerdo de alguien que vivió, padeció y fue muerto por sus enemigos, dejándonos abandonados, es mejor que no pensemos más en Él. Si el Cristianismo es solamente la memoria de un hombre que enseñó, dirigió y santificó a los pueblos hace 1900 años y después se fue como todos, dejándonos tan solo algunos pocos escritos por mediación de otros hombres, entonces será mejor que lo olvidemos al momento para poder, cuanto antes, comenzar de nuevo a buscar al Divino.
Pero Cristo vive. Dijo: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. Nuestro problema está, pues, en descubrir dónde y cómo vive aún, hoy como entonces. No es difícil. Comencemos la búsqueda con el hecho de que ha gobernado, santificado y enseñado a través de la naturaleza humana que le dio su Madre, por obra del Espíritu Santo. Enseñó por medio del Cuerpo que María ofreció en el Calvario por la salvación del mundo.
Si este fue el medio con el que operó entonces no me extrañaría de que fuese el mismo con el que continuará viviendo Jesús a través de los siglos. Viviría, no mediante un Cuerpo físico e individual como el que recibió de María, sino en un cuerpo social y misterioso, casi tomado del seno de la humanidad también por obra del Espíritu Santo. Así como gobernó, enseñó y santificó a las almas a través de su Cuerpo físico, continuaría enseñando,, gobernando y santificando los corazones a través del Cuerpo social animado por el Espíritu Santo y dirigido por Él como Cabeza suya. Un cuerpo místico.
El anhelo de estar unidos a Cristo no puede satisfacerse con sermones, himnos y libros. Sí, les puedo escuchar; dicen: Si Él es un mero recuerdo, no sé qué hacerme. Sé lo que deseo y lo que me repugna. No quiero una verdad muerta que se anunció hace muchos siglos. Lo que está escrito en sus cartapacios, en sus Aristóteles y Platón puede agradar por una hora. Pero quiero una verdad viva, palpitante, como una lengua que sea capaz de hablar todavía. Quiero estar bajo una autoridad que nos gobierne y dirija como si fuésemos corderitos y ovejitas de un rebaño y a la cual no se le confiera poder mientras no diga por tres veces, usando las palabras de San Pedro: “Oh Cristo, yo te amo, te amo, te amo.”
Deseo ser mejor, ser santificado. Sé que la Psicología no puede transformarme y hacerme mejor, porque buscaría tan sólo de alzarme agarrándome a las agujetas de mis zapatos. No quiero una santificación que sea un cálido sentimiento divertido en el fondo de mi estómago. Quiero ahora el perdón de mis pecados. Quiero Tu vida, oh Cristo, en mi cuerpo y en mi sangre; quiero Tu Divina presencia en mí, porque deseo que Tú vivas en mí. Estoy hecho de barro, soy demasiado humano; quiero ser partícipe de Tu Divinidad. Solamente es verdadera esta santidad.
Estoy cierto, oh Señor, de que Te podré encontrar, oh Maestro mío, Rey mío, Pontífice mío. Sé que gobiernas todavía, que aun hablas, que todavía santificas; no sé dónde; pero no descansaré hasta encontrar Tu Cuerpo entre los hombres. No quiero que exista ninguna organización entre Tú y yo; nada que haya sido empezado ayer tarde o hace un milenio y que se vanaglorie y pretenda hablar en Tu nombre. ¡Te quiero a Ti! ¡Verdad absoluta, Autoridad viva! ¡Vida Divina! ¡Y cuando te haya encontrado no dejaré que te vayas! Y Tú, oh Cristo Eterno, que vives a través de los siglos, cuanto Te encuentre, apriétame contigo para que no pueda dejarte.
A través del don de Tu Ve, sé donde está Tu Cuerpo y en qué consiste. Si hay alguien escuchando que desee saberlo, inspírale en el corazón, oh Jesús, el deseo de oír la transmisión de la próxima semana. ¡En el amor de Jesús!


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